domingo, 29 de julio de 2012


Andaba paseando por los barrios bajos de Internet, me he encontrado con muchas cosas raras. Hay casos que las exageraciones son tan deslumbrantes que me hacen apartar la mirada y mira que estoy acostumbrada a las cosas raras... me miro al espejo de vez en cuando.
Esta foto es de un, de un... me cuesta reprimir la palabra que estaba pensando, una de esas que empieza con, con cualquiera porque todo vale viendo la estupidez que se ha grabado en su cara.
Es curiosa la historia de los tatuajes que en general servían para identificar al individuo como perteneciente a una comunidad, a un grupo; me da a mi que en muchos casos hacer arte sobre los cuerpos pasa a ser un tema publicitario, uno expone, los demás miran. Aquí podría haber dicho eso de que los demás disfrutan, pero me parece que eso es cosa de cada uno.
Veo los pequeños o grandes detalles en la gente y no me dicen nada. Es como cuando algo se repite una y otra vez, al final acaba por perder la esencia e incluso aburre. Los tatuajes ya no me parecen arte. Entiendo que el que los dibuja... será por dibujante; el que los graba, no más que un grabador de los que hacen detalles en la madera o el metal, un oficio. Y he visto este muchacho. Pienso que no sé hasta qué punto uno se identifica con una imagen de un objeto o de un mito, unas palabras... tanto como para ponerse en la situación de pintárselo en la propia piel para toda la vida, como si con eso se pusiese asentar sus ideas y decide que no va a cambiar nunca, dejando implícito aquello que será su marca de por vida.
Las cicatrices cuentan las veces que uno cayó, los accidentes que tuvo, no son una bandera, para eso tenemos los tatuajes que sin accidente no se pueden cambiar. Ahora que no tenemos tanto poder, seremos un poco más listos y nos haremos dibujos unos a otros, sin parecer nada más que lienzos de disfrutar, borrar y volver a pintar. Eso me dirá que hasta el cuerpo lo tenemos abierto a los cambios. Vamos, anímate y hazte unas gafas en la cara... la palabra era imbécil.

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