jueves, 23 de agosto de 2012


Me crié en centros escolares de todo tipo; a lo largo de mi vida de estudiante me senté en siete u ocho lugares de enseñanza diferentes, desde escuelas curiosas donde daban clase en una aula única para todas las edades, en privados o la tan denostada, en mi época, escuela pública; aulas solo para las niñas o de temática religiosa.
Con esta experiencia que adquirí en esos años bien podría contar al señor ministro que no es bueno que los chavales estudien separados. Aunque no lo parezca la interacción que se tenía en los patios o la calle cuando te encontrabas con muchachos era difícil. No nos conocíamos y nos tratábamos tontamente, sin saber cómo hacerlo y descubriendo a base de errores que era lo que esos chicos o chicas querían en cuanto a una relación para el juego o la amistad. A nosotras nos parecían extraños y a ellos les parecíamos extraterrestres. Cada uno en lo suyo se empeñaba en demostrar que merecía la pena estar juntos, aunque las instituciones nos pusiesen en diferente lugar.
Nos miraban, ellos a nosotras, en las vallas de los patios de recreo como si les embelesásemos y cuando mirabas se reían haciendo ver que las niñas tontas hacen gracia. Y es que parecíamos tontas cuando del otro sexo se trataba, nos poníamos a jugar a señoras dignas que no se rozan con lo que ellos representaban en casi forma animal, eso que les hacía parecer unos brutos de tomo y lomo. Les gustaba vernos jugar, porque nuestros juegos eran diferentes; la goma, la comba, atusarnos el pelo, cuchichear, el corro… juegos la mar de tranquilos comparados con los de ellos, donde casi siempre había una manera de hacerse daño, una meta y un balón.
En estos años no nos parecía raro eso, al revés, lo asumíamos porque aunque ahora suene cosa de mil siglos en este país y en otros también, se hacían las cosas en doble, para uso discriminado, ellos y ellas. En las iglesias había dos tiras de largos asientos, unos para hombres y otros para mujeres, los baños siempre separados, los papeles diferentes, el Servicio Social para nosotras que necesitábamos educarnos para la igualdad y la ciudadanía… o la libertad.
A mí me gustaba ir al pueblo los veranos, allí era casi libre y desde luego mi cuadrilla era de chicos y chicas en la misma proporción, con las mismas oportunidades de subir a un árbol, chiflar como los pastores o bañarnos en porretas. En la ciudad, no salía a la calle a jugar, porque eso era de niños de barrio. Mi exquisita educación no permitía andar por la calle, la misma que nunca me dejó ver a mi padre en bolas o que sabía bordar pero no como se hacían los niños. Por eso cuando recuerdo el primer beso, aun me sonrojo; de no ser por los juegos mixtos hubiese tardado años en darme cuenta del detalle. No iguales, no diferentes, somos lo que somos, personas que pueblan este planeta y que no podríamos hacer nada los unos sin los otros. De haber convivido con ellos desde la infancia seguramente entendería mejor el comportamiento de otros y ellos, el mío. Claro que el ministro bien podrá preguntar a los psicólogos, que son los que mejor saben de comportamientos. Menos mal que algunos libros ayudaron para que no hubiese tanta distancia, claro que la realidad… supera siempre.

Wert, a favor de subvencionar la educación segregada


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