miércoles, 8 de agosto de 2012


En la primera mitad de la década de los setenta, iba a un cole de monjas que compartía placeta con esta iglesia.
Días inolvidables en los que me levantaba con mi padre solo para que me llevase a desayunar a Dover y me acercase al cole. Era tan temprano que me sobraba una hora para hacer lo que me diese la gana.
En ese pretil escribí mi primera poesía que fue aplaudida; como todas las poesías del mundo, era el regalo barato del día de la madre. Madrugar, inspira.
 Otras veces al llegar veía el santuario recién abierto. Siempre me pareció grande y solemne. No era el frio el que me empujaba a entrar. Era la curiosidad que siempre me anda empujando.
Allí, en soledad, hablaba en voz alta oyendo mi sonido con ese eco que solo una iglesia tiene.
Se podría pensar, que solo los que conocen la religión de los católicos, pueden tener estos momentos de lucidez, pero os aseguro que no es así. Tampoco sé nada de espeleología y en Altamira vi a los antiguos.
Esa iglesia por un rato era solo para mí. A esas edades lo normal es no prestar atención al tema dios pero en mi caso ya lo tenía claro y seguro que sin poder explicarlo me parecía una historia más. Abrir un sagrario y tocar con las manos un cáliz de oro, no es cosa de risa. Produce una sensación extraña de poder, que bajo un manto de peligro es algo difícil de olvidar. Dios no estaba en esa iglesia porque, ni lo veía, ni lo sentía. Lo que sí podía ver era el respeto que sentían los que allí se acercaban. Me imagine construyendo casas así…con techos altísimos que harían eco. Las decoraciones también me parecían de lo más curiosas. El olor, la oscuridad…bien montado el escenario.
Una tarde al salir de clase, animé a dos compañeras a entrar en tan mágico sitio y como un guía les fui enseñando todos los rincones invisibles de Santa Maria. Nos paramos delante de una urna, que estaba a nuestra altura. En el interior hay un Cristo Yacente. Para los que no saben de estas cosas, lo describiré como arte del más puro gore. Un cuerpo bien proporcionado con un taparrabos morado, creo recordar, su melena con la corona de espinas de la que representaba salir gotas de sangre. Las heridas, la mirada perdida…todo un cuadro para unos ojos infantiles.
Mis amigas ya estaban embriagadas por el olor a viejo y a vela, escuchaban todo lo que les decía con atención. Para ellas esto de entrar como visitante en una iglesia, solo con intención de curiosear no era muy corriente.
Miramos durante un buen rato aquellos ojos de cristal. Les contaba que en Pasajes de San Juan había visto una santa muerta en una urna similar, pero que aquella era verdadera, por muy de cera que me pareciese.
Estaba a punto de comenzar la misa de tarde y las luces empezaban a encenderse. Algunas personas, mujeres con mantillas negras se colocaban en los bancos. Y el sacristán encendía velas, ponía manteles…
Lo vimos. Vimos que este Cristo se movía. Las tres a la vez pegamos un grito y salimos corriendo.
El hombre con el que tropezamos al salir nos paró y viendo nuestra emoción nos preguntaba que había pasado. Se lo contamos y seguimos con la carrera al mundo de verdad.
Imagino que si esto me pasa solo a mí, nadie me cree. Éramos tres como los tres pastorcillos…Lo que hubiese dado por ver a la virgen aparecer…Marixa siempre buscando señales para creer.
Al día siguiente las monjas estaban casi enfadadas. Alguien había publicado en el periódico una pequeña reseña de cómo en el día de ayer, unas niñas, alumnas de Elizaran habían visto moverse al Cristo Yacente.
Ya veía los titulares. Un milagro en Santa Maria. Y esto comenzaba bien. Nadie cree a los niños que ven milagros, incluso se enfadan.

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