jueves, 21 de junio de 2012


Ayer ojeando el correo y tras dos interminables minutos intentando sacar un fino pelo de entre las teclas… lo vi llegar. Nocturno, con alevosía, que se le notaba rencoroso por tener que trabajar y por no tener gente esperando, como en esos atardeceres de propaganda en la que la gente se empareja y a fuerza de cervezas va viendo un paisaje que les ilumina la cara de tanto como se parece a las fotos de las revistas. Y es que una piensa que enlazamos el sol con el verano y este, la estación, llega por la noche, cuando su mejor compinche se ha ido a otros barrios.
Al día siguiente te levantas, te desperezas y a la que miras por la ventana esperas escuchar más trinos, más algarabía y que se note ha llegado el esperado. Nada digno de mención. El sol ilumina lo mismo, los pájaros disimulan igual y la vida mira a unos o retira el saludo a otros según le rota. El que tiene ya planea la temporada y el que no, también, pero más a ras de suelo. Irá al ayuntamiento a ver si hay festejos gratis, cursillos gratis o entradas a la piscina con tanto descuento como se pueda pagar. El que no, se acerca al mercado y lamenta que esto de poder comprar frutas de todo el planeta hace que la sandia aun no esté barata; quiere tirar mano del tomate para las ensaladas y busca esos tronchones verdes que tan económicos salían por ser fruto sin mucho beneficio, los pepinos y allí están ellos, quietos, mirando al ojeador, con la mitad de tamaño que antaño y sintiéndose famosos, que aun les dura el poderío ganado gracias a los alemanes. El relumbrón pepino no quiere volver a ser la fruta sencilla que muchos odiaban. Ahora sigue sintiéndose broche de los rechazados con clase y por eso están caros.
El verano llego ayer con nocturnidad y se acercó a mi cama. Sé que me intentó despertar con calores y sudores, pero no lo consiguió, porque desde que no tengo en la cabeza estampas caribeñas, el verano se me hace infantil, de pueblo y en bici. Ya lo echaba de menos.

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