jueves, 25 de octubre de 2012


Me voy a poner sería… lo intento y mi faz se queda enjuta con una expresión triste, como quien tiene verdaderos poderes y puede ver el futuro. Noto que por aquí no hay de esos porque de haberlos hubiesen abandonado el país como las ratas de un buque que esté a punto de naufragar.
Me siento una rata o ni eso, un ratón de esos que solo viven para beneficio de los laboratorios y a los que se les hace todo tipo de perrerías. Se les da, se les quita, de la misma manera que si de una pelusa se tratase. Hacen de mí lo que quieren y es más, diría que les funciona bien. Un día me levanto y siento que la luz se hizo, que comprendo un poco la situación social que me rodea y sin embargo al llegar la tarde noto que algo o alguien me la ha trastocado. Debería cerrar los ojos y sentir que todo pasa a espuertas, que no me afecta tanto como dicen y que es mejor crear un pequeño mundo donde todo esté casi en estado de predicción. Me asusta ver que ya ni el horóscopo es capaz de acertar; no tendré trabajo porque soy mayor de 45 años, no veré a mi hijo progresar porque es joven y seguramente moriré por una enfermedad no detectada a tiempo o mala atención. Ni siquiera me preocupo de la carestía de la vida, no existe tal cosa, los comerciantes subirán todos los productos y de no ser así, no tendré dinero para adquirirlos, con lo que ese tema ya queda zanjado. Muchas de las cosas que tuve no las volveré a tener y es posible que hasta los recuerdos los tenga que empeñar, pero no me importa, me queda eso que debería haber empezado el día que aprendí a escribir, un diario. Algo donde poder ver la trayectoria, los sueños, que es lo que queda si no se tiene futuro.
No debería ver noticias, siempre tan puntuales y tan contradictorias según nos las cuenten, sin llegar nunca a saber de la realidad, más que nada porque no estoy en el lugar y seguro que aún estando, tampoco vería la verdad. Me fastidia ver que si bien he aceptado la premisa de que me engañan, que me usan para algún beneficio desconocido, que no es en mi favor, ni en el de los míos, ellos tampoco lo dan por hecho. Descubren tramas de pequeños tramposos, gozan por las desgracias que parecen gracias de unos y de otros, se sienten fuertes y yo les veo el rabo, que es igual que el mío, incluso a veces mayor. La mayoría somos perros.
Me he de quedar en casa y lamentar el poco poder adquisitivo que tengo, no vendrán tiempos mejores porque nadie quiere parar esta mala circunstancia, ni detener a los que nos empujan hacia una miseria segura.
Lo estamos haciendo mal, lo veo, lo sé. No encuentro cambios que puedan funcionar, no solo es sacar al gobierno del palacio donde imponen sus ideas; no es derogar constituciones o leyes… es un cambio total, tajante, grandioso.
Lo más sencillo es lamentar la situación, luego quejarse y señalar con dedos acusadores, volver a lamentar, volver a… así una y otra vez sin que veamos ningún temblor. En estas situaciones descubrimos al amigo, al vecino que se cae o se hace grande. Si se puede se ayuda, pero sin tocar, no sea que esto contagie o bien descubres que algunas personas a las que no conocidas lo suficiente les sobra moral, son solidarios y disimulaban.
¿Qué somos nosotros en esta casa? ¿Los habitantes inquilinos? Porque visto lo visto, propietarios no somos, aunque paguemos fortunas por vivir aquí y nos lo permitan hasta que muramos; somos los que se quejan de la falta de gestión para tener un buen conserje y esos servicios que tanto nos gustan y que a veces son imprescindibles. Pero la casa tiene la enfermedad en las entrañas y por muchos buenos arquitectos que lleguen no se podrá rehabilitar. Hay que tirarla abajo y empezar de nuevo. Nunca pensamos que habría un dueño del solar, uno que se apropiase de la acera o la calzada, y lo hay, uno o varios, se reparten un pastel donde nosotros no somos la guinda, somos la masa. Los inquilinos con casas podridas deberán buscarse la vida y no esperar que vengan otros a levantar un nuevo futuro, deberán replantearse si es así como quieren vivir. Y se me ocurre que hubo un tiempo en que ellos eran los dueños, de sus vidas, de sus casas, del suelo… tenían nombre y apellido: Pueblo Soberano. Ellos son los que decidían que debían hacer los encargados, controlaban los recursos y los gastos. Los gestores que trabajaban para ellos lo hacían bien, cumpliendo las ordenes de los Soberanos, el Pueblo.
No fue un sueño, ni una utopía, esto pasó y lo perdimos por dejar de participar, por permitir que las decisiones las tomasen otros. Uno dice, todos sopesan y discurren que es lo mejor, luego votan y actúan. Tan simple, tan sencillo que parece un cuento. Pues dejémonos de tonterías, tiremos a bajo los edificios mal construidos y pongámonos a la tarea de vivir, y hacerlo bien, creando futuros aceptables para nuestros hijos y sintiendo que la calle, el solar y la casa nos pertenecen. 

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