Estaba pensando si hacerme un vermú o una palma... ambas
cosas me recuerdan a mi abuela. Tal día como hoy, un domingo, un año cualquiera
con muchas tallas menos, estaría en casa de mis aitonas (abuelos). Seguramente
algo de ropa nueva me espera a los pies de la cama y un "Venga, levántate,
qué hoy hay que ir a bendecir la palmera"
Lo tengo guardado en mi memoria de voces. Como recuerdo el
roce de unos calcetines nuevos de perlé o unas braguitas de algodón. Lo nuevo,
que era precepto un Domingo de Ramos cualquiera, traía buena suerte, lo mismo
que ir a misa a que te bendijesen las ramas de olivo, laurel (más propio de mi
tierra) o las bonitas palmas trabajadas. Ella ya se había encargado de
prepararme una no muy grande, la había comprado el día anterior en la plaza,
que se llenaba de cientos de estas bellas artesanías y que como soy un poco
borde, me hubiese encantado que fuese una de aquellas largas, larguísimas que
no estaban trenzadas y que a mis ojos se me hacían como el pelo lacio de una
rubia, todo tieso.
Desayunaba o no, según la hora, que eso de ir a misa y
comulgar era un poco parecido a la piscina. A Dios se le recibía con el
estómago vacío y el alma contenta; cosa que a mí siempre me pareció un poco
raro, nunca llegué a creérmelo del todo, eso de que con una oblea el cura aquel
hiciese un cuerpo, no podía ser. Esto se veía enseguida cuando repartía lo que
repartía; pero me emocionaba pensando en que algo de magia hacía. El hombre
tenía una ostia enorme en las manos, la partía en dos, separaba un trocito y
luego se lo comía. El pedacito lo echaba en una copa de oro y de esto... salían
otras pequeñas para todo el mundo. Parecía un autentico milagro.
Y no digo nada de aquello tan curioso que era el tema de la
Sangre de Cristo. Esto sí que me lo había creído de verdad, de la buena.
Totalmente convencida de que se hacía sangre, sangre... Hasta que un año en
Sevilla, en la misa privada para las monjas, que mi tía lo era y solíamos ir a
visitarla, nos dieron a probar de aquella sangre. Me dio un asco que no pude
disimular hasta que llegó a mis labios un dulce vino, nada que ver con la
imaginación de una pobre y pequeña católica. Desde entonces, me como cualquier
cosa, se llame como se llame.
Lo mejor del domingo era ir a que te bendijesen la palma. Me
gustaba ver a todo el mundo con estas cosas en lo alto, intentando que fuesen
más bendecidas que la del vecino. Luego, volvíamos a casa y se colocaba en el
balcón, para que todos viesen que el hogar estaba bien protegido.
Qué bonito estaba el barrio con todas aquellas palmas
brillando al sol. Todo un año por delante para que la lluvia hiciese lo propio
y las dejase secas y sosas, un vago recuerdo de un día de bendición.
Pensaba que el conjuro duraba lo que la rama, y que perdía
fuerza cuanto más tiempo pasaba. Con las ramas de laurel no era lo mismo,
acababan en el guiso y supongo que algo de bendición también tendría la comida.
Era precepto acabar la mañana yendo a tomar el vermú, cosa
que a esa edad... no me permitían, supongo es por esto que pienso la feliz
bebida es un poco una bendición para los adultos, un tener buena suerte, más a
más si esto lo haces en compañía.
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