domingo, 24 de marzo de 2013

Estaba pensando si hacerme un vermú o una palma... ambas cosas me recuerdan a mi abuela


Estaba pensando si hacerme un vermú o una palma... ambas cosas me recuerdan a mi abuela. Tal día como hoy, un domingo, un año cualquiera con muchas tallas menos, estaría en casa de mis aitonas (abuelos). Seguramente algo de ropa nueva me espera a los pies de la cama y un "Venga, levántate, qué hoy hay que ir a bendecir la palmera"
Lo tengo guardado en mi memoria de voces. Como recuerdo el roce de unos calcetines nuevos de perlé o unas braguitas de algodón. Lo nuevo, que era precepto un Domingo de Ramos cualquiera, traía buena suerte, lo mismo que ir a misa a que te bendijesen las ramas de olivo, laurel (más propio de mi tierra) o las bonitas palmas trabajadas. Ella ya se había encargado de prepararme una no muy grande, la había comprado el día anterior en la plaza, que se llenaba de cientos de estas bellas artesanías y que como soy un poco borde, me hubiese encantado que fuese una de aquellas largas, larguísimas que no estaban trenzadas y que a mis ojos se me hacían como el pelo lacio de una rubia, todo tieso.
Desayunaba o no, según la hora, que eso de ir a misa y comulgar era un poco parecido a la piscina. A Dios se le recibía con el estómago vacío y el alma contenta; cosa que a mí siempre me pareció un poco raro, nunca llegué a creérmelo del todo, eso de que con una oblea el cura aquel hiciese un cuerpo, no podía ser. Esto se veía enseguida cuando repartía lo que repartía; pero me emocionaba pensando en que algo de magia hacía. El hombre tenía una ostia enorme en las manos, la partía en dos, separaba un trocito y luego se lo comía. El pedacito lo echaba en una copa de oro y de esto... salían otras pequeñas para todo el mundo. Parecía un autentico milagro.
Y no digo nada de aquello tan curioso que era el tema de la Sangre de Cristo. Esto sí que me lo había creído de verdad, de la buena. Totalmente convencida de que se hacía sangre, sangre... Hasta que un año en Sevilla, en la misa privada para las monjas, que mi tía lo era y solíamos ir a visitarla, nos dieron a probar de aquella sangre. Me dio un asco que no pude disimular hasta que llegó a mis labios un dulce vino, nada que ver con la imaginación de una pobre y pequeña católica. Desde entonces, me como cualquier cosa, se llame como se llame.
Lo mejor del domingo era ir a que te bendijesen la palma. Me gustaba ver a todo el mundo con estas cosas en lo alto, intentando que fuesen más bendecidas que la del vecino. Luego, volvíamos a casa y se colocaba en el balcón, para que todos viesen que el hogar estaba bien protegido.
Qué bonito estaba el barrio con todas aquellas palmas brillando al sol. Todo un año por delante para que la lluvia hiciese lo propio y las dejase secas y sosas, un vago recuerdo de un día de bendición.
Pensaba que el conjuro duraba lo que la rama, y que perdía fuerza cuanto más tiempo pasaba. Con las ramas de laurel no era lo mismo, acababan en el guiso y supongo que algo de bendición también tendría la comida.
Era precepto acabar la mañana yendo a tomar el vermú, cosa que a esa edad... no me permitían, supongo es por esto que pienso la feliz bebida es un poco una bendición para los adultos, un tener buena suerte, más a más si esto lo haces en compañía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.