De pronto un día escuché a mi madre qué, hablando con mi
padre, comentaba: “La ama está muy gorda” Esa “ama” era mi abuela y
verdaderamente estaba muy gordita. Era una clásica yaya con su baja estatura,
sus buenas tetas que se juntaban en el medio del pecho y podías meter la
grandota medalla que colgaba de su cuello, este era un juego que recuerdo de mi
infancia. Mi abuela era de las cocineras que habían pasado hambre y por lo
tanto, ahora que podía cargaba de grasa la mayoría de los guisos. Todo era
hacernos cantidades enormes de comida, como si no hubiese un mañana. Cocinaba
muy bien, como todas las madres y además tenía lo que se dice, un buen saque.
Nunca antes me había fijado en eso, en que hay gente a la que los demás llaman
gordos o gordas; de su boca solo había escuchado la palabra “hermoso” para
identificar eso, el exceso de peso. A partir de este día le convencieron para
ir al médico y tuvo la suerte de que la enviaron a un endocrino que le puso un
régimen de esos de verdad, de los que si lo sigues al pie de la letra no te
dejan mal y al final adelgazas. A los meses se quedo en la mitad, me quedé con
una mini abuelita a la que le había cambiado el carácter. Pasó de ser una
socarrona que todo lo enfocaba con el buen comer a una viejilla con mala leche.
Supongo que siempre la tuvo, pero ahora se le notaba más.
Imagino que este fue el disparo de salida hacia una carrera
de la que casi no te puedes librar. No es solo la estética la que nos encandila
con degaldeces, es también el nivel sanitario que nos marca un camino ideal
para la vida; claro que cuando la cosa entra en ciencia es mucho más aburrida y
uno no se marca este canon, se lanza al comparativo con los iconos del arte o
de la estética. Todo te encamina a que seas cada vez más estilizado; puedes ser
un inteligente profesional, pero si te sales de la estética que marca una
cuadrilla de listos que nos quieren vender sus productos… mal. Nunca serás el
rey de las fiestas, ni la princesa escogida por uno de esos maniquís que se
llaman a sí mismos “perfectos”.
Ya nos hemos metido de lleno en la carrera por morir
delgados y como además de bobos a veces somos unos capullos nos dejamos engañar
por cosas que nos intentan vender a través de los anuncios de televisión o como
sea. Hemos picado con las pulseras que te equilibran, con los imanes que te
tensan o hierbas que hacen maravillas pero de las cuales no se ha demostrado científicamente
su efectividad, aun llevando bandas con los nombres de laboratorios que se las
dan de famosos. Nos engañan por todas partes, no hay faceta en la que uno pueda
estar tranquilo pensando que lo que ves, es lo que es. Puede tratarse de una compañía
telefónica, de un aparato que no es eficiente, de unas prendas que se rompen al
poco de uso o incluso personas que dicen que harán esto o lo otro, pueden hasta
jurar y luego nunca es lo que dijeron.
¿Nos vamos a tragar todo lo que nos digan? NO. Vamos a ser
coherentes, unos pedazos de cuerpos con gracia, cargaditos de inteligencia y
que saben regular lo justo su alimentación. Con el tiempo mi delgada yaya dejó
de tener mala leche, volvió a comer todo lo que le apetecía y no engordó tanto
como cabía esperar. Murió a los 98 años y creo que bastante satisfecha. Siempre
recordaré esos macarrones nadadores que flotaban gracias estar abrazados a un
chorizo salvavidas.
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